LA MÀQUINA HUMANA
LA IMPORTANCIA DE LA SANGRE

Desde los Juegos de México 68, los deportistas han experimentado diferentes métodos de dopaje sanguíneo para aumentar su resistencia.

En los Juegos Olímpicos de 1968, celebrados en México, a 2.225 metros de altura, prácticamente la totalidad de las pruebas de fondo en el atletismo fueron dominadas por verdaderos nativos de las alturas: los kenianos y los etíopes, atletas nacidos y residentes en la altiplanicie africana, a unos 2.000 metros. Aunque no se llegó a medir el hematocrito de estos atletas, muchos profesionales del deporte -médicos, fisiólogos, entrenadores...- atribuyeron la tremenda superioridad que mostraron en aquellos Juegos a los altos niveles de hematocrito que debían de poseer por su condición de 'nativos de las alturas'. En efecto, por aquellas fechas se sabía que el hematocrito de los indios tarahumara, buenos fondistas y nativos de la Sierra Madre mexicana (2.000 metros de altitud), rondaba el 50%. En cambio, el hematocrito de un fondista que no reside en zonas montañosas suele estar más cerca del 40%: es lo que se conoce como hemodilución de los fondistas, una adaptación fisiológica y saludable. Al estar la sangre más diluida, al corazón le cuesta menos trabajo bombearla a los músculos en ejercicio.

Así, los Juegos de México marcaron un hito en la historia de la medicina del deporte y a partir de los años setenta comenzó a desarrollarse la investigación sobre el dopaje sanguíneo. En un estudio pionero publicado en una prestigiosa revista de fisiología, un grupo de investigadores escandinavos liderados por Ekblom demostró que el consumo máximo de oxígeno (VO2max) de un deportista cuyo hematocrito se ha incrementado artificialmente con una transfusión de glóbulos rojos puede aumentar entre un 9% y un 23%. Este hallazgo constituyó una verdadera revolución en los deportes de fondo, pues no existe sistema alguno de entrenamiento capaz de conseguir tan amplias mejoras de un modo natural.

Los resultados de este y otros estudios similares no tardaron en llevarse a la práctica y el dopaje sanguíneo se extendió a deportes como el atletismo, el ciclismo o el esquí de fondo. Paralelamente, se fueron publicando otros trabajos no relacionados con el dopaje que permitieron explicar, sin pretenderlo, por qué el dopaje sanguíneo llega donde no es capaz de llegar el entrenamiento: porque los músculos de los fondistas están tan entrenados y tan vascularizados, que son capaces de recibir mucha más sangre oxigenada que la que el corazón es capaz de enviarles. Qué mejor ejemplo que el de un esquiador de fondo en pleno esfuerzo: sus más de 40 kilogramos de músculos, repartidos entre piernas, brazos y tronco, no paran de reclamar sangre al corazón. Por lo menos, 80 litros por cada minuto de competición. Resultado: el corazón no puede bombear con tanta fuerza durante tanto tiempo. Como mucho, es capaz de bombear 40 litros por minuto de prueba. Y eso, en el mejor de los casos.

Así, la filosofía del dopaje sanguíneo es bien sencilla: si la capacidad de la bomba cardiaca es el factor limitante del rendimiento, pongámosle más oxígeno a esa sangre aumentando su hematocrito y asunto resuelto. Además, el margen para aumentar el dichoso hematocrito es realmente amplio: desde aproximadamente el 40% (el nivel más saludable y fisiológico de todos) hasta el 50% o incluso algo más no hay problema alguno. En esos límites, la sangre todavía no es demasiado viscosa y al corazón no le cuesta demasiado trabajo bombearla. Hasta los años ochenta sólo se podía aumentar la capacidad de transporte de oxígeno de la sangre mediante transfusiones de glóbulos rojos. A finales de los 80 una verdadera revolución farmacológica sacude al mundo del deporte: ya está disponible la eritropoietina (EPO), sintetizada por ingeniería genética y desarrollada para mejorar la calidad de vida de los enfermos renales.

Su estructura química y su acción son prácticamente idénticas a la hormona con el mismo nombre que nuestros riñones producen naturalmente y que se encarga de estimular la producción de glóbulos rojos. Con una diferencia: las dosis que se pueden administrar exógenamente son mucho mayores que las que el cuerpo humano es capaz de producir. Así, con la EPO es relativamente sencillo mejorar el VO2max de los deportistas sin necesidad de pasar por las incómodas transfusiones. A finales de los noventa los acontecimientos se desencadenan a toda velocidad: el techo de hematocrito del 50% fijado por la UCI y por la Federación Internacional de Esquí, las redadas policiales del Tour del 98, la expulsión de Pantani del Giro 99... Y la publicación en la revista científica más prestigiosa del mundo, Nature, de un test específico para detectar el dopaje con EPO. Así que en los últimos años bastantes fondistas están recurriendo a un método natural de aumentar el hematocrito: el entrenamiento en altura, o hipoxia.

La atmósfera hipóxica (con poca presión parcial de oxígeno) que hay en altura dificulta el que los glóbulos rojos se carguen bien de oxígeno a su paso por el pulmón. Para compensar en parte esta limitación el organismo acelera su producción de EPO endógena y, por tanto, la formación de nuevos glóbulos rojos. Con tal de aumentar su hematocrito, algunos deportistas son incluso capaces de dormir en unas claustrofóbicas tiendas de campaña, las llamadas tiendas hipóxicas, que simulan los efectos de la altura sin necesidad de desplazarse a las montañas. De hecho, algunos Gobiernos han financiado importantes estudios científicos sobre estos nuevos métodos supuestamente naturales.

Por cierto, ¿acaso es natural y saludable dormir dentro de una tienda de campaña con un ambiente enrarecido?, ¿acaso el fin que se busca no es el mismo que con el dopaje sanguíneo? El debate ético está servido. Pero no se engañen: el entrenamiento en altura no es un método realmente efectivo para incrementar el hematocrito. Son necesarias muchas semanas (hasta nueve) y muchos metros de altura (desde luego, más de 2.000-3.000 metros) para que sus efectos se asemejen a los del dopaje sanguíneo. ¿Y actualmente? Las cosas están como estaban hace veinte años, pues la ciencia no se detiene y ya existe la llamada sangre artificial o, lo que es lo mismo, sustitutos químicos de la hemoglobina. O la darbepoetina alfa (o NESP), una modificación química de la EPO, pero que dura más en la sangre, con lo que son necesarias menos dosis para conseguir el mismo efecto.

Alejandro Lucía es Catedrático de la Universidad Europea de Madrid


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